quinta-feira, 31 de maio de 2007

Un potrillo bayo coipo, por Ramon Maidagan

Todo lo que aquí sigue es ficción, tanto los hechos como los personajes son inventados, cualquier parecido con la realidad es pura casualidad

Cuenta el viejo chileno, sentado en un sillón en su pequeño fundo de la zona central...
“ Los dos jinetes vienen en silencio desde hace un rato. La fatiga que trasuntan sus rostros es, en cierto modo, menos evidente que otra expresión más recóndita, pero a la vez más importante: la de una profunda preocupación. El de la mula zaina con montura y demás arreos cuyanos, fuma un cigarro rubio. El otro es un huaso que monta un caballo colorado de gran moño y ensilla una cangalla con estribos de madera. Mientras pita un negro, no pierde de vista a los dos potrillos que, sueltos, caminan delante de los hombres.
Ahora han hecho un alto y, tras desmontar y aflojar las cinchas de sus monturas, conversan en voz apenas audible.
- ¡ Chucha! No va llegar el chiquito, don Pancho.
- Va llegar don Telmo, como que me llamo Francisco.
Aprovechando el resuello, los potrillos ramonean unos coirones. El más chico, que no lleva herraduras, tiene los cascos lastimados.
- Mire don Pancho, mañana deberíamos llegar a la ciudad. Usted tal vez tenga razón, si caminó tres días y llegó hasta acá, no se nos va a quedar ahora.
El sol hace rato que se perdió tras la Cordillera, pero ahora el crepúsculo indica que se está queriendo ir del todo. Los paisanos han desensillado sus montados que pastan a la estaca mientras los potrillos también se procuran algo para recuperar energía. El pequeño se ha echado.
El cajón del Maipo se llama la quebrada por donde baja el río Maipo a Chile. Trepando cordillera hay un pueblito llamado San Gabriel. El pueblo cuenta con unas cuantas casas, el destacamento de carabineros, el correo, una escuelita y la carnicería. El carnicero, hombre dedicado también a la exportación e importación de ganado en pie tiene, como todo carnicero de campaña que se precie de tal, una parcela de campo en la montaña y por consiguiente, algunos hombres que trabajan para él. Entre todos sobresale un baqueano de confianza: el Telmo Silva.
El Capacho es un hombre de negocios, un comerciante experto en todo tipo de mercancías, que conoce al Telmo y éste no le va a fallar. Y más tratándose de un señor como don Alberto. Si para él cruzar la cordillera con arreos es cosa muy natural. El Capacho ha mandado a llamar a Telmo para que baje con urgencia. - Es un asunto importante, le ha enviado a decir.
- Oye Telmo, resulta que Don Alberto tiene que mandarles un regalo a los amigos argentinos. Me ha buscado a mí porque dice que en esto le va la vida y porque sabe que su amigo el Capacho – o sea yo- seguramente lo podrá ayudar. Y ahí entras tú.
- Ya don Capacho, cuente conmigo pa’ lo que guste mandar. Usté’ me avisa qué tengo que hacer y pa’ cuándo es la pega.
- Tienes que bajar al fundo de don Alberto a buscar dos potrillos. El domingo te va a estar esperando.
- Ya po’, listo. El domingo entonces...
El fundo queda de San Fernando un poco al Norte, para el lado de la Cordillera. Este domingo, Telmo ha llegado temprano a lo de don Alber. Él sabe que al hombre le gusta la puntualidad. También conoce muy bien a don Arturo, el arreglador, y a la Consuelo su mujer, así que se va para la cocina mientras sale el patrón.
- Don Alberto viene enseguida -dice Arturo. - Lo que pasa es que hoy se quedó regaloneando un ratito en la cama escuchando la radio pa’ saber los precios de la manzana. Pero, venga adentro que vamos a tomar algo caliente. Los potrillos están prontos, así que apenas disponga el patrón usté’ se puede ir po’ Telmo.
- Ya don Arturo. Oiga, ¿gusta un cigarro negro?
Después de tomar un tecito con un queque, Telmo y don Arturo se han ido para las pesebreras donde están los dos viajeros: un potro barroso de dos años y un potrillo bayo de unos seis meses.
- Buenos días, los sorprende don Alberto que viene con un sobre en la mano.
- Oiga Telmo, aquí le confío estos dos potrillos que son para un amigo argentino. Les hemos puesto herraduras a los dos. El bayito es un regalo para su hijo y se lo recomiendo especialmente. Lo van estar esperando en Tunuyán. Usted les va entregar este sobre junto con los caballos. Que tenga buen cruce y que Dios lo acompañe.
- Ya don Alberto, quédese tranquilo que los voy a entregar sanitos si Dios quiere.
Tras dejar el fundo de don Alberto, Telmo y su amigo mendocino, Pancho Gutiérrez, han puesto rumbo al naciente. En la bruma de la mañana, la Cordillera parece una ola gigantesca que amenaza con sepultar a los viajeros. La travesía recién comienza y todo es optimismo en el grupo. Toman un camino que, bordeando el río Yeso, los debería llevar al portillo de los Piuquenes. Cerca de las once detienen la marcha y arman el real para comer.
Luego del almuerzo y los cigarros, aprontadas sus cabalgaduras, ya hace una hora que trepan hacia el paso. El sol no alcanza a entibiar el mediodía y cuesta respirar el aire helado.
Son las cuatro de la tarde cuando cruzan la Cordillera y un rato después llegan al vado del Río Palomares. Lo cruzan sin dificultad y tras media hora de marcha se detienen frente al más peligroso accidente del camino: el arroyo del Marmolejo. En esta época el arroyo está muy crecido y el vado es profundo y correntoso. Ajustadas las monturas se disponen a cruzar. Los potrillos no quieren entrar al agua. Los hombres los azuzan y cuando finalmente los potros se echan al arroyo, pierden pie y la corriente los arrastra río abajo. En un movimiento reflejo Telmo desata el lazo y mientras galopa por la orilla pedregosa y va preparando la armada, el corazón le golpea en el pecho. Sabe que tiene un solo tiro, una única oportunidad. Si yerra todo estará perdido. El lazo corta el aire y en el instante de su vuelo, a Telmo se le atropellan las imágenes y ve a don Alberto, al Capacho, a su patrón el carnicero y a un señor desconocido, todos mirando al potrillo exánime en las piedras de la costa, chorreando agua y sangre por los ollares. El cimbrón del lazo lo saca de su sueño. Instintivamente acomoda su caballo y tira. La armada ha caído limpita sobre el cogote del potrillo y éste, ayudado por el colorado que se afirma a media uña en las piedras, nada sofocado hacia la orilla. Cuando hace pie en el agua poco profunda, Telmo le afloja el lazo al tiempo que recoge y se arrima al animal. Un relincho le hace dirigir la mirada hacia el costado: el otro potro ha conseguido finalmente vadear el río por sus propios medios.
- ¡ Oiga Telmo, que está güeno pal’ lazo!, grita don Pancho mientras sale del vado con la mula y su humanidad chorreando.
- ¡ Una casualidad compadre! contesta el otro quien, después de sacarle la armada al potrillo, enrolla su lazo descuidadamente.
A salvo los caballos, los dos amigos comprueban que la batalla no ha sido gratuita: el potrillo bayo ha perdido sus herraduras en el lecho del arroyo y se ha lastimado las uñas. Y queda demasiada piedra por delante. En vista de la hora, deciden hacer noche en un reparo a orilla del Marmolejo.
Cerca de las doce Pancho hace rato que duerme. Por sobre el rumor del arroyo, sus ronquidos acompasados le dan una extraña tranquilidad a la medianoche. Telmo se ha apartado un poco del fuego y, mientras enciende un cigarro negro en la oscuridad, piensa que esas montañas son en verdad su lugar.
Oscuro todavía, los dos hombres fuman en la madrugada. Ya han churrasqueado un asado frío y tomado mate, infusión que al Telmo no le agrada demasiado, pero que bebe no habiendo otra cosa. La mula y el colorado ensillados, exhalan chorros de vapor al compás de la respiración. Más allá se adivina la silueta de los potrillos.
- ¿Vamos?, sugiere el Telmo...
- Vamos, contesta el otro.
Con un silbido convidan a los potrillos que se ponen en marcha por el pedregal del sendero. El potro chico camina con dificultad, parece no poder seguir y faltan varios días de marcha.
A las tres de la tarde de la cuarta jornada del viaje, los arrieros vienen bajando por el Manzano. Aún cuando en la cara se les adivina la ansiedad por llegar, han recuperado el buen humor como lo demuestra la risotada de uno de ellos ante alguna conversa del otro. Es que pronto estarán en Tunuyán. Delante de ellos, los potrillos caminan todavía. A duras penas el más chico, que ha llegado despiado, con las cuatro uñas en sangre.
En las afueras de la ciudad los esperan tres caballeros. Por su aspecto y vestimenta, Telmo identifica enseguida al destinatario de la tropa. Después de las presentaciones, encerrados y enjaquimados los potrillos, el hombre señalando al bayito pregunta – Che, y éste ¿vino sin herrar?
Telmo echa una imperceptible mirada a su compañero...y suelta la talla:
¡No, oiga po’ ñor’ si vinimos en bus!, lo que pasa es que estaban mal clavadas las herraduras.
Y rápidamente pero ya serio agrega: - Por suerte las perdió bajando, don Gonzalo, si las pierde subiendo por el cajón hubiera tenido que abandonarlo para almuerzo de los cóndores ! Pero nada, aquí está el arreo de don Alberto para usted.
Veinticinco años después de estos hechos, es una tarde de verano en Tunuyán. En el patio de tierra de la finca, mientras uno bebe té negro y el otro toma mate, Telmo y Pancho Gutiérrez conversan con voz apagada a la sombra de un manzano.
- El más grande fue muerto por un rayo al poco tiempo, don Telmo. Al otro le perdí el rastro enseguida, pero dos años más tarde se había hecho un lindo potro bayo coipo, cuatro patas negras, con grandes adornos, como diría usted. Después, nunca más lo volví a ver ni a saber de él a ciencia cierta. Hay quien dice que el caballo murió al caer por un despeñadero.
- Y usted piensa que murió...
- En verdad no lo sé. Sin embargo, hay una historia que dice que vivió muchos años –incluso hay quien opina que vive todavía- y resultó un pingo sobresaliente que dejó gran cantidad de hijos, todos extraordinarios de obra. No hay paisano que tenga un caballo superior que no afirme que es hijo o nieto del bayo. Lo único que tengo por cierto don Telmo es que, vivo o muerto, aquel potrillo que usted salvó de morir ahogado en el río, hoy es una leyenda que llaman El Paleta”.
El viejo chileno salió a la galería, encendió un cigarro negro y fumó despacio mirando las estrellas...

Ramón M. Maidagan
Mayo de 2003

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